sábado, 16 de febrero de 2013

EMINENCIA (1998) Morris L.West


Un joven sacerdote, Rossini, es torturado  por un grupo de fuerzas militares durante la dictadura argentina. Cuando está a punto de ser sodomizado, Isabel, una mujer casada testigo de la escena, mata al jefe del grupo, cura las heridas del sacerdote, intenta sanar su alma humillada y se convierte en su amante. La relación carnal no durará mucho tiempo: Rossini es nombrado cardenal y debe trasladarse a Roma. Su relación continuará a partir de entonces por carta. Se trata de un amor espiritual, que ninguno de los dos esconde. Gracias a la ayuda de Rossini, Raúl –el marido de Isabel - consigue ser nombrado embajador argentino en el Vaticano. Isabel llega en primer lugar acompañada de Luisa, su hija. En el encuentro que mantiene con Rossini le explica que está a punto de morir de cáncer y que Luisa no es hija de Raúl sino suya.

Otras cuestiones, sin embargo, ocupan al cardenal. El Vaticano debe hacer frente a un grave problema. Tradicionalmente el Papa se mantenía en su cargo hasta su muerte. Con ello se pretendía salvar la dificultad que entraña acomodar a un hombre que ha gobernado el mundo. Sin embargo, las mayores expectativas de  vida y las posibilidades que ofrece la medicina para prolongarla en caso de enfermedad,  introducen nuevos dilemas. Uno de ellos, el de decidir qué es mejor: mantener en la silla de Pedro a un Papa cuya mente ya no funciona o  jubilarlo. Mucho más aún en el caso, como sucede en la novela,  si ha sufrido un infarto cerebral  y se encuentra en estado vegetal. El problema se agrava por el hecho de que el Papa no ha dejado escrito ningún papel en el que se especifique su voluntad al respecto. La posición de los cardenales aparece dividida. Unos defienden que Roma podría sobrevivir sin Papa; otros consideran que aunque, en efecto, el Vaticano podría continuar sus tareas cotidianas, el mundo católico necesita una cabeza visible al frente.

Los cardenales se deciden a dejar morir al Papa en su cama, en vez de trasladarlo a un hospital donde sería conectado a alguna máquina que lo mantendría en estado de coma por tiempo indefinido. Para zanjar polémicas no dudan en mentir a los medios de comunicación y al público. Los cardenales afirman que aunque no hay ninguna declaración escrita al respecto,  el Papa en conversaciones privadas a sus colaboradores más allegados había manifestado reiteradamente su voluntad de no ser conectado a ninguna máquina.

En esos días uno de los ayudantes de cámara del Papa –Claudi Stagni, alias “Fígaro”- aprovecha para robar sus diarios y venderlos por un precio astronómico a la Prensa. Al mismo tiempo  presenta un papel en el que el Papa le nombra heredero de los diarios. Se trata de una falsificación de tanta calidad que los peritos están convencidos de que el documento de donación es auténtico. Los cardenales sospechan la verdad pero no pueden demostrar nada porque el falsificador ha muerto.

El Papa, entretanto, también ha fallecido. Un cónclave para elegir nuevo Papa se pone en marcha. Los periodistas se debaten entre vender ejemplares o guardar los secretos que conocen. La mayor parte de las veces intentan guardar un equilibrio entre las dos actitudes. Para el Vaticano, suponen un arma de doble filo: pueden levantar escándalos pero también pueden servir a la propagación de la Iglesia Católica, de manera que el trabajo conjunto con ellos se hace tan inevitable como necesario.

Otro tema de interés que aparece en el libro es la actitud que la Iglesia Católica ha de mantener frente al fenómeno de las dictaduras. Mientras Rossini y otros argentinos eran torturados y desaparecían sin dejar huellas, otros, como el cardenal Aquino, jugaban al tenis con los hombres que ordenaban las matanzas. La justificación para consentir esta actitud es que a veces es necesario sacrificar a los individuos en favor de la Institución. El libro plantea pero no resuelve hasta qué punto esto ha de ser así. Aparecen también el tema de la homosexualidad, la necesidad de dar a la mujer un papel más relevante y las profundas crisis religiosas que a veces sufren los hombres de Iglesia, para los cuales en ese momento las palabras no representan más que eso: palabras.

Isabel muere reconciliada con Raúl, su marido. Rossini decide seguir al servicio de la Iglesia sin descuidar las relaciones con su recién conocida hija. A pesar de presentarse como candidato de paja, Rossini resulta elegiod nuevo sucesor para ocupar la silla de Pedro. Rossini, sin embargo, cumple lo pactado con sus superiores y renuncia al cargo. El nuevo Papa es el arzobispo de Milán. Pertenece a la Orden de los Jesuitas, largos años caída en desgracia debido a la primacía del Opus.

Suceda lo que suceda: la Iglesia Católica sigue adelante.

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La temática de la novela es interesante. Resulta instructivo que un ex sacerdote, como es Morris West, ofrezca su punto de vista de la Iglesia. Sin embargo, mal que me pese decirlo, el autor australiano no es un buen escritor. Lo que le salva es que tiene mucho que decir y sobre todo presenta un gran número de temas a debatir y eso –aunque pueda parecer extraño no es frecuente. Lo normal hoy en día es el caso contrario: autores con un insuperable estilo literario pero sin ninguna idea que transmitir salvo el trillado “nunca pasa nada” y “la vida no tiene sentido”.

 El estilo de Morris no brilla por su calidad. Los diálogos carecen de fuerza y no consiguen expresar la intensidad de las emociones que embargan a los personajes. A pesar de que una buena parte del argumento se centra en el amor entre Isabel y Rossini y en  la ira de las Madres de la Plaza de Mayo, lo cierto es que ni el sentimiento del amor ni el de la rabia llegan al lector con el ímpetu con el que deberían.

Es la naturaleza reflexiva de Morris la que lo impide. La prudencia impregna su obra a la vez que transmite la impresión de que para el autor los sentimientos pertenecen a lo más profundo del alma y que, por tanto, no quiere, o no puede, sacarlos a la luz con todo su vigor.

Todo ello provoca una gran confusión en el resultado final de la obra. Prefiero decir “confusión” que “desequilibrio”. Por un lado, Morris desea escribir una novela de entretenimiento que albergue algún que otro tema de reflexión. Por otro, el lector preferiría que profundizara más en los temas intelectuales en vez de tratarlos de forma tan superficial. Porque es justamente aquí –en la exposición de las cuestiones que verdaderamente le importan-  cuando lector y autor finalmente se encuentran.

En efecto, anque Morris es incapaz de transmitir la fuerza de los sentimientos, sí logra, en cambio, contagiar el interés que siente por los problemas que acucian a la Iglesia Católica sin para ello tener que recurrir al ateísmo o a la crítica demagógica y fácil. Se trata, no obstante, de cortos momentos. Lamentablemente la pluma de Morris West sólo permite entrever  pequeños y tímidos esbozos de sus pensamientos. Tal vez porque su pretensión no sea la de encontrar soluciones sino simplemente la de mostrar algunos de los males que aquejan actualmente a la Iglesia Católica.

En cualquier caso, de sus escritos se deduce que, a su juicio, el sistema eclesiástico está anquilosado. La propia grandeza que lo caracteriza es al mismo tiempo la fuente de su perdición. Los ritos son complicados y en muchas ocasiones no aportan ningún tipo de ventaja espiritual. El mensaje evangélico se pierde entre inútiles hojas de papel al servicio de la burocracia al tiempo que vacías conversaciones de palacio protegen un centralismo encerrado en sus privilegios internos.

La obra de West se convierte de este modo en la puerta que abre al lector a la reflexión sobre la Iglesia Católica y por consiguiente, sobre nuestro propio mundo: el sentido del catolicismo y de la fe; los problemas de la globalización; la diferencia en la unidad; la cuestión por la  armonía de la tradición con los tiempos en los que se vive: esto es, la concretización del Absoluto.

Se trata en definitiva de animar a una reflexión sobre la posibilidad de mantener su espiritualidad dentro de un sistema de reglas en el que la mística no tiene cabida porque ello significaría la aceptación de la individualidad, lo cual es a todas luces imposible puesto que se opone a la idea de comunidad eclesiástica, en la que se apoyan –como su propio nombre indica-  los cimientos de la Iglesia. No hay que olvidar que al fin y al cabo los únicos místicos celebrados por la Iglesia son aquellos que han realizado su búsqueda sin abandonar la Comunidad Eclesiástica y sus principios. Ello les diferencia de los herejes, que se definen por seguir caminos distintos a veces incluso contrarios, a los de la Iglesia Católica.

Este punto nos conduce a una última reflexión. Si la Iglesia la constituyen los creyentes además de los eclesiásticos, ¿puede constituirse una Iglesia democrática sin que ello signifique su disolución? ¿Cómo y de que manera ha de ser la participación? ¿Cómo elegir los principios prioritarios a los que hay que dedicarse?

 En definitiva: ¿Cómo combinar Globalización y Comunidad?

Como reconocía Voltaire, la firmeza y la flexibilidad de la Iglesia Católica le han permitido sobrevivir hasta el día de hoy. Sin embargo, no deja de ser igualmente cierto que su crisis alcanza los dos mil años: desde su nacimiento. Los periodos de esplendor conviven con los de las sombras. Sus pecados tienen raíces tan profundas como altos y frondosos son las copas de sus árboles. En el fondo, la Iglesia Católica representa lo que todo hombre: la expresión de la incompatibilidad entre su naturaleza humana y su deseo de perfección.

Así visto, la Iglesia Católica es tan contradictoria como la naturaleza de los seres que la constituyen: ha de aceptar la imposibilidad de alcanzar la perfección sin abandonar el deseo de llegar a serlo alguna vez.

Pese a todo, los problemas que afectan en este instante a la Iglesia Católica, y al Cristianismo en general, no son, en mi opinión, los rasgos constitutivos de su carácter. Es más bien la falta de respuesta a las preguntas que el presente plantea lo que la ha sumido en la crisis. En un mundo global, la confrontación con otras ideas, otras religiones y otras formas de vida, introduce la religión dentro de una heterogeneidad que arrastra a lo que –usando la terminología de Nietzsche – se podría calificar como “Suprareligión”. Ello, lejos de suponer una expansión de las ideas cristianas a través de la Iglesia, sumerge la conciencia religiosa en el profundo mar de unas creencias en las que los sacerdotes no son necesarios, los templos son irrelevantes y la práctica de la religión ya no está sometida a ritos sino a la conciencia individual y a la forma que cada uno tiene de entender su existencia. Nietzsche estaba convencido de que era la historización de la religión cristiana la que la había hecho palidecer. He de decir que en este punto difiero del autor alemán. La “Suprarreligión” tiene para la religión las mismas ventajas y desventajas que la “Suprahistoria”. Si por un lado otorga a la Religión un valor eternizador, por otra la condena a perderse en la inmensidad de los tiempos sin encontrar un punto fijo al cual agarrarse. La “Suprareligión” se convierte así en la expresión del misticismo absoluto. Este misticismo –no me cabe duda- es esencial a las almas superiores. El común de los mortales, sin embargo, requiere de normas y ritos que no solo les obliguen a seguir determinadas conductas, sino que les transmitan la sensación de seguridad que el cumplimiento de tales normas implica. Este precisamente fue el espíritu fundacional de la Iglesia. Se trataba de construir una comunidad de la que todos pudieran formar parte a partir de unas normas y dogmas. Era su configuración como Institución la que le permitió llegar  a ser Universal. Sólo así puede comprenderse adecuadamente el ahínco con el que se persiguieron las “herejías. La causa no descansaba tanto en las contradicciones teológicas como en el peligro que suponían para la Iglesia como Institución Universal.

En un mundo relativamente homogéneo ello no resultaba difícil. Las líneas directrices a seguir eran claras y diáfanas y la libertad para inclinarse a la izquierda o a la derecha era una libertad que la anchura misma del camino permitía, sin por ello dejar de ser camino. Las numerosas y diferentes órdenes religiosas dan cuenta de esta pluralidad en el Uno. Las preguntas esenciales estaban claramente contestadas. Lo único que diferenciaba a las diferentes congregaciones era el modo individual de expresar dichas respuestas: cuidando enfermos; educando; aceptando riquezas para Honra de Dios; rechazando cualquier posesión material; viviendo en conventos; trabajando y prestando apoyo en la comunidad, en silencio… Todas estas manifestaciones no eran más que diferentes formas externas de mostrar un mismo código de valores y creencias.

Es cierto que a lo largo de la Historia los conflictos internos de la Institución eclesiástica han generado escisiones de gran virulencia, debidas tanto a deseos reformistas como a luchas por el Poder. Pero, pese a ello, insisto en que tales cismas dieron lugar a lo que podríamos denominar diferentes “Departamentos de Organización de las creencias cristianas”, que lejos de hacer caer a la Cristiandad, la reforzaron.

El problema –que lenta e inexorablemente- va dejando de ser un problema para convertirse en una tragedia es que ni los problemas ni las respuestas actuales contienen la homogeneidad de antaño. El avance de las investigaciones científicas genera nuevas preguntas a las que la Iglesia no puede responder, al menos no como “Institución Universal de Creencias Religiosas.”

Tres son, a mi modo de ver, las dificultades que se lo impiden: Por un lado, la Iglesia ya no puede recurrir tan fácilmente a la idea de pecado ni a la idea de “enfermedad mental”  de los que se oponen a sus doctrinas, sino que ha de aceptar la reflexión serena y los cónclaves han de reunir a las  partes enfrentadas y no sólo a las distintas partes que componen la Iglesia.

Por otro – y esto es un denominador común a cualquier Institución y Empresa-  a mayor diálogo y tolerancia menor consistencia y estabilidad en la Institución, lo que la convierte en un adversario débil ante sus enemigos.

En tercer lugar, faltan teólogos y humanistas con el carisma, la preparación teológica y la Fe que los nuevos tiempos requieren. Los que forman parte institucional de esa Institución son cada vez menos numerosos y están peor formados. Ellos mismos no saben qué postura tomar ante los nuevos problemas: ya sean de carácter sexual (libertad sexual en todos los aspectos/ matrimonio de sacerdotes) o demográfico (eutanasia/ anticonceptivos). Que la Iglesia consienta que se mantenga una organización: “Legionarios de Cristo”,  propulsada por un hombre de la bajeza moral de su fundador, en vez de condenarla a la desaparición y obligar a sus componentes a que se reúnan bajo otro nombre y otro fundador, no muestra más que la debilidad espiritual interna de la Madre Iglesia que se ve obligada a aceptar a cualquiera que exprese su intención de luchar por ella, aunque se trate de legionarios bajo los auspicios de un mercenario. No dudo del valor de tales legionarios pero sí del general que les ha dado la bandera. La posibilidad que el Bien se genere del Mal, es un problema teológico conectado posiblemente con la teoría física del Caos, pero a mi juicio plantea enormes –terribles- problemas en las cuestiones morales.

Que en vez de sentarse a discutir de estos temas, se dediquen a analizar cómo vender la imagen de la Iglesia Católica en los absurdos encuentros multitudinarios de jóvenes a los que sin duda acuden fervientes creyentes pero que lo normal es encontrarlos abrazados fervientemente a la cerveza y a su novia mientras entonan canciones de amor al Papa, al Universo y a Dios, me parece sumamente peligroso y me reafirma en mi opinión de que la Iglesia está confusa. Entre universalidad, pluralismo y adaptación a los nuevos tiempos existen grandes diferencias que deben ser profundamente analizadas.

Todos somos conscientes de que las Instituciones religiosas se componen de dos elementos: el espiritual y el terrenal y según los creyentes corresponde a la Iglesia el mantenerlos en equilibrio. Una sociedad obsesionada por la espiritualidad es tan peligrosa –si no más- que una preocupada únicamente por las cuestiones mundanas. Los teólogos han de poder comprender las expresiones religiosas del pueblo, unidas siempre a la diversión, sin escandalizarse ni fastidiar la fiesta. Pero para que una fiesta pueda seguir llamándose “fiesta religiosa” y no “fiesta del pueblo”, es necesario que esté apoyada por la firmeza espiritual. Y esa firmeza espiritual sólo puede venir dada a) cuando existe un camino teológico-metafísico a seguir y b) cuando ese camino se dirige a alguna parte. Es entonces cuando los hombres religiosos pueden dedicarse a la tarea común de construir. Ahora falta el camino y la Iglesia se asombra de que no haya obreros. Cree que concediéndoles más vacaciones y organizando más fiestas, arreglará el problema. Me pregunto por qué todas las empresas se empeñan en acusar  a los obreros de los fracasos que sufren, cuando la mayor parte de las veces se debe a la ineficacia de los cuadros directivos. Curiosamente, las altas esferas excusan su responsabilidad parapetándose en el estado de la coyuntura que, nuevamente, se debe, como no podría ser menos, a los obreros por haber aumentado desmedidamente sus reivindicaciones. Si además dicha empresa ha dejado de ser un monopolio y ha de aprender a competir con las otras empresas del gremio, aparece como ineludible la necesidad de hombres competentes desde el superior hasta el inferior, sin olvidar el medio.

Es cierto que la Institución de la Iglesia Católica (y cristiana, en general) está constituida por hombres cuya capacidad es meramente humana. No obstante, tal circunstancia, no impide –al menos a mí no me lo parece- que pueda seguir planteándose temas que afectan a la espiritualidad. Mucho más cuando en la actualidad muchas de las ramas de la física teórica rozan sin pudor la metafísica.

No estaría de mal que la Iglesia Católica (cristiana) tuviera una cadena de televisión en cada país –para eso están las cadenas privadas- en la que se discutieran temas teológicos  en vez de convertirse en una especie de reality show en el que sólo se tratan temas individuales como son la conversión y del encuentro individual con Jesús (La Iglesia Católica habla cada vez menos de Dios. Me han explicado que ello se debe a que Jesús es la figura distintiva del catolicismo. A mí me parece que la figura distintiva del catolicismo es Dios. Jesús es Dios hecho Hombre, pero en estos momentos creo sinceramente que el hombre necesita al “Hijo de Dios hecho Dios”). En cualquier caso, las experiencias religiosas individuales tienen un interés relativo. Es cierto que la Historia la hacen los individuos y en eso estoy de acuerdo con Nietzsche, pero nunca se puede contar “en individual’. Las experiencias individuales sólo hacen Historia cuando sus protagonistas trascienden los esquemas individuales en los que la mayor parte de las vidas transcurren y ese tipo de vidas no suelen ser frecuentes. No es que las vidas individuales corrientes carezcan de sentido pero lo cierto es que yo prefiero conocerlas desde la pluma de los narradores que las saben contar en vez de escuchar declaraciones que pertenecen al confesionario, a una terapia de grupo o a las reuniones con amigos pero no a una audiencia de espectadores desconocidos.

Por otra parte, lo que los católicos necesitan no es diálogo con otras religiones. Aunque la religión se estructure en instituciones  que repercuten en la vida política de un país, su naturaleza intrínseca no es - o no ha de ser - política. Ya lo dije en otro de mis blogs: la religión –cualquier religión- se basa en el convencimiento de estar en posesión de la VERDAD. Esto impide el diálogo pero no la discusión.

Una religión dialogante es una religión que no cree en su VERDAD. Un padre que está convencido de la necesidad de prohibir los cigarrillos a su hijo no dialoga con él. Le comunica su decisión y punto. Lo que entonces se inicia- caso de que su hijo esté en desacuerdo- es una discusión. Ninguna de las partes quiere llegar a un acuerdo. Lo que cada una de las partes pretende es vencer al otro. Si se llama discusión y no “batalla campal” es porque en vez de luchar con la espada se lucha con argumentos. El padre puede alegar razones sanitarias o citar los últimos estudios científicos, referirse a la postura del vecino o recurrir a la autoridad que le confiere el ser su progenitor. Lo cierto en cualquier caso es que si el padre pierde la discusión, pierde el derecho a prohibir a su hijo el consumo de cigarrillos.
Cuando hablan del diálogo entre las diferentes religiones a mí me asalta la duda de cómo puede darse el diálogo cuando cada una de ellas defiende una VERDAD diferente. A no ser que afirmemos que sólo existe una Verdad: Dios y que las religiones son sólo formas distintas de recoger y mostrar la Verdad. Ello implicaría que la pertenencia a una determinada religión se decidiría en función de su adecuación a los gustos personales de cada cual. Este punto de vista permite, sin duda alguna, el diálogo entre las diferentes religiones al haber desaparecido su rivalidad espiritual. Subsistiría, eso sí, la competencia material en lo que al número de fieles e ingresos económicos se refiere. (Pero como todos sabemos, es justamente en dicho terreno donde los diálogos  resultan siempre posibles.)
Ahora bien ¿estarían dispuestas las religiones –todas ellas tolerantes y a favor de la paz- a aceptar que la única Verdad es DIOS y no cada uno de sus dogmas? A estas alturas me atrevo a dudarlo. Mi opinión es que las religiones pueden estar tal vez influidas por la ilustración, lo que les permite respetar las ideas ajenas y abstenerse de llevar a la hoguera a quienes no comparta las suyas, pero ellas mismas, a pesar de su ideal de universalidad, no pueden ser ilustradas. La universalidad ilustrada es una universalidad intersubjetiva y crítica, mientras que las grandes religiones defienden la Verdad y es a partir de la Verdad y en virtud de ella por lo que aspiran a convertirse incuestionablemente en universales. Es decir, la universalidad de la religión no es un principio sino una consecuencia.

En este sentido, la religión judía es –a mi modo de ver- la religión más sincera. Dios es Universal pero la religión no puede ser universal. En tanto que Pueblo Elegido de Dios, la religión judía no puede incluir más que a un grupo determinado de individuos y no aspira en absoluto a convertirse en universal. El proselitismo carece de sentido; tanto como el diálogo externo. Lo cual es sumamente sensato porque además de fomentar la tolerancia a la espera de que las otras religiones hagan lo mismo, incentiva el desarrollo de la interpretación interna, que puede considerarse en lo que a las religiones respecta, el único diálogo capaz de reunir las condiciones del discurso ético de Habermas.

Lo que la Iglesia Católica ha perdido dentro de su seno -y ha de volver a recuperar- es un foro para el diálogo interno y la disputa de los buenos pensadores que han de integrar el seno de la Iglesia. Con respecto a las otras religiones es necesario mantener la paz. Pero  los tratados de paz, como dice Voltaire, los hacen posible los equilibrios de las distintas fuerzas, no la elocuencia. Por eso yo comprendería que las religiones se mantuvieran apartadas las unas de las otras para no matarse, o que cuando se reunieran siguieran el consejo de Wittgenstein y que hablaran de todo excepto de lo que no se puede hablar a fin de evitar enfrentamientos. Yo comprendería incluso que se saludaran sin entrar en más profundidades. Lo que me parece inaudito es “el diálogo entre religiones”. Sobre todo cuando en el seno de esas dialogantes religiones no cesan las escisiones internas porque por no ponerse de acuerdo no se ponen de acuerdo –como todos los ilustrados muestran- ni en sus propias Interpretaciones Sagradas.
Junto a esta defensa a capa y a espada (con la lengua y la pluma) de la VERDAD cristiana, la Iglesia Católica tiene que decidir cuáles son sus objetivos a cumplir como Institución. Esto es: si está dispuesta a descentralizarse y a aceptar las consecuencias: aparición de comunidades  diversas o quiere seguir manteniéndose fiel a su espíritu de Institución Universal de Creencias, con lo cual no tiene más remedio que seguir manteniendo el centralismo, lo que implica una tarea al estilo de la Academia de la Lengua Española: “limpia, brilla y da esplendor.” y que subordina (no destruye) la democracia a la funcionalidad del aparato.

Los laicistas, por su parte, lejos de disfrutar, sufren las consecuencias de su victoria. Voltaire se quejaba de las disputas entre jesuitas y dominicos como si él – Voltaire- no hubiera gustado de las discusiones ya fuera con la pluma o con la lengua a pesar de que la una y la otra le causaran varios disgustos a lo largo de su existencia. Voltaire critica las discusiones del contrario cuando él mismo es un gran discutidor y estimulador del pensamiento.

Desde que han destruido al enemigo, los laicistas ya no saben qué hacer. La victoria no ha introducido ninguno de sus pretendidos Principios. La caída de la Iglesia no ha supuesto  una nueva sociedad más virtuosa y menos hipócrita llevada por un deseo de saber. Ha significado, mal que les pese a todos, la caída en la confusión moral y humana de la sociedad que se pierde en individualismos empobrecidos –a la manera que criticaba Nietzsche. Estamos empachados de conocimientos dispersos y desconectados en vez de poseer (y desear –luchar por- poseer) auténtico saber. Nuestro individualismo no expresa más que la debilidad de nuestros caracteres que se manifiesta hacia el exterior en forma de barbarie. La sobredosis de Historia de la que se quejaba Nietzsche no ha generado más que la disolución de la Historia en momentos incomunicables entre sí. El olvido, que Nietzsche consideraba de vital importancia para poder seguir actuando, se ha apropiado de tal forma de la Historia que impide cualquier forma de conexión interna. Lo mismo sucede con la sobredosis de Religión. Asistimos a una disolución de los dogmas cristianos, de las normas, de los ritos. La crisis de la Iglesia católico-cristiana es también la crisis de la Sociedad Occidental. Los principios ilustrados no pueden resolver esta situación por sí solos pero no es menos cierto que son imprescindibles para conseguir superar la crisis.

No sé si el Bien y el Mal pertenecen a dos caras de una misma moneda. Mis conocimientos de teología no llegan a tales profundidades, pero de lo que no me cabe duda es que la religión y el laicismo están destinados a mantener una lucha eterna y dinámica por el bien de la Humanidad. Ambos se necesitan mutuamente para hacer progresar, sin estancar, una sociedad. A mí me parece que la Iglesia Católica (cristiana) ha tirado demasiado pronto la toalla. Comprendo que dos mil años son muchos años, pero la Iglesia Católica ha de  aceptar – y no simplemente desear- que ninguna de las otras religiones puede ocupar su puesto. Unas, porque están destinadas al “Pueblo Elegido”; otras, como la hindú, porque son “Suprareligiosas”; otras, porque no han tenido todavía contacto con la Ilustración lo que impide a los laicistas encontrar un campo común en el que enfrentarse.

Nombro a los laicistas y no a los ateos porque sus premisas difieren las unas de las otras. Los laicistas cristianos no han negado nunca la VERDAD religiosa cristiana. A lo que constantemente han dirigido sus esfuerzos ha sido a limitar las ansias insaciables de poder político de la Institución eclesiástica como tal. Es por este motivo por lo que impulsaron igualmente la tolerancia de creencias. La FE, la VERDAD de un SER SUPREMO era más importante para ellos que las instituciones terrenas que pretendían tener su exclusiva. No había que destruir la VERDAD sino controlar a las Instituciones. El ateísmo, en cambio, no se preocupa tanto de atacar a la Institución como de negar la VERDAD en que cualquier institución religiosa se asienta. Por esta razón,  la discusión es posible  con el laico y con el creyente, pero no con el ateo.

La sociedad atea no sólo rechaza la religión desde un punto de vista externo, sino interno. Por tanto requiere de conductas morales que no se apoyen en ningún Principio Superior  ya que cualquier Principio Superior podría identificarse con Dios. Para evitar transformarse en una sociedad al estilo de la que describió Hobbes en “El Leviatán”, la sociedad atea exige o bien la existencia de hombres con una moral de "dioses", o bien la aprobación por el parlamento de una legislación moral. Soluciones ambas plagadas de riesgos.

Deseo fervientemente que la Iglesia Católica (cristiana) encuentre buenos teólogos a fin de motivar a  los laicistas (e incluso a los ateos) a esforzarse en ser y formar mejores hombres, para que todos juntos puedan seguir impulsando –cada cual a su modo y manera- el espíritu occidental bajo los principios del diálogo, la discusión inteligente, tanto como los de la humildad y el sentido del humor, imprescindibles siempre que nosotros, limitados mortales, nos ocupamos de asuntos que sobrepasan nuestras capacidades tanto a nivel intelectual como espiritual. 
Que la Fe Viva impulse nuestras vidas y nos mantenga al pie del timón a religiosos, a laicos - y a los ateos al menos en su interés en construir y mantener a la sociedad en la que sus existencias se desarrollan.

Amén.

Hasta la semana que viene.
Isabel Viñado Gascón.
Nota: La aparición de “Eminencia” en mi Blog no tiene ninguna conexión con la renuncia de Benedicto XVI a su cargo. Se debe simplemente a una mera casualidad. En cualquier caso, quisiera expresar desde aquí mi agradecimiento a su obra teológica y a los esfuerzos - no suficientemente valorados-  que ha hecho por limpiar y dar esplendor a la Institución de la que él forma parte. Estoy firmemente convencida de que ha hecho hasta donde le han dejado y hasta donde sus fuerzas le han alcanzado. Que se retire a la vida contemplativa ha de comprenderse, desde mi punto de vista, como su última lección.
Mis más sinceras gracias por su labor.




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